sábado, 31 de mayo de 2008

Ni antes ni después

Astro se asomó a la puerta del bar, empinada en sus negras botas de punta, e hizo mala cara.
No había ni una mesa libre. Gente parada en los pasillos y junto a los grandes bafles. Combos y parejas, serias y comprometidas con la rumba. Treintañeros, si mucho. O a punto. Ellas, ex muchachas, con semblantes rabiosos e inertes, y ropas estrafalarias, casi toda la carne al desnudo. Ellos, aún muchachos, atentos a cada par de tetas y a cada culo. Cariacontecidos, los pobres.
Fueron hasta el fondo, al lado de los baños, donde a veces había sitio. Nada. Se devolvieron a la barra, alta y manoseada, pensada más como trinchera para defensa del barman y sus ayudantes que como lugar para hacer tertulia. Astro y Omaira se sentaron en los dos únicos butacones vacíos. Maurixio y Gus se quedaron parados frente a ellas, alertas también, pendientes de tanto coño y de tanto desorden.
-Este planeta sí está hecho para el disfrute de ustedes, los hombres –dijo Astro, al pillarles las miradas, y movió la cabeza con innegable desaprobación.
-Aunque el feminismo clame lo contrario, mamita –replicó Maurixio, y se rió sin ton ni son.
Pidieron vodka: carísimo. El whisky, ni se diga. No querían cerveza ni gaseosas ni cocteles de quincalla. La mesera les dijo que afuera podían conseguir éxtasis y anfetaminas de colores.
-Vinimos a beber, no a meter pepas –dijo Gus.
A nadie le provocó ron con Coca Cola. Mucho menos vino en copa. Se conformaron, entonces, con aguardiente.
-Al marrano con lo que lo criaron –proclamó Astro, no sin experiencia, y rieron contentos.
De pasante les dieron uchuvas, mango y pedacitos de coco. Y agua, cortesía de la casa.
-¿No tenés crispetas? –se antojó Omaira.
Era compacta y bien hecha y bajita y algo rolliza, por lo que de lejos (y de cerca) se veía menos sexy que Astro, un maniquí de carne y hueso y músculos flexibles y cuello erguido y cintura apretada y nativa, piel oscura, como cáscara de zapote, y el hoyito del ombligo enterrado entre sombras sonámbulas.
Chuparon guaro, fumaron, hablaron mierda y mamaron gallo.
En un arranque, Gus cogió con los dientes una cajetilla de Marlboro y se puso a bailar enfrente de Astro, una seudo impúdica danza de velos, a la inversa, pues la que debería menearse como una hurí o esclava de harén era ella, no él, espigado y terco como un medio campista.
-¿Hey, viejo Dud, adónde vas? –se intrigó Maurixio, a medida que Gus culebreaba ante Astro.
Omaira se inclinó para ver bien y luego se enderezó, desengañada, la maniobra no era tan complicada como parecía desde arriba. Astro se bajó del butacón. Su cintura quedó a la altura de la cara de Gus, ya casi de rodillas. El bluyín se sostenía con una correa de cuero, negra como las botas, o con un retazo de tela deshilachada, la visibilidad era precaria. Astro echó la pelvis hacia adelante, al ritmo de la música, cualquier disparate, Amy Winehouse o Morphine, y aplastó su pubis casi contra la jeta de Gus, que tuvo que tragar saliva para no dejar caer la cajetilla al piso, sucio de colillas y del tierrero de los zapatos de la gente. No sin cierto esfuerzo logró meter la cajetilla entre la pretina del bluyín y la piel nativa. Luego, con la punta de la nariz, desplazó la parte de arriba de la cajetilla y le pegó un súbito lengüetazo al ombligo de Astro. Ella, retrechera, reculó contra la barra.
-¡Hey! –se opuso, aunque a las carcajadas.
-Caliente, caliente, caliente –dijo Gus, con picardía.
Maurixio se agachó, abrió la cajetilla, aún acomodada entre los descaderados de Astro, sacó un cigarrillo y lo prendió con un mechero de gas, de motociclista, ruinoso y caro.
-La frivolidad hace ver sensatas a las personas, viejo Dud –dijo, enigmático, y le sobó la cabeza a Gus.
En una mesa cercana hubo interjecciones, contrariedades, ceños fruncidos y codazos a los novios, embelesados por el ombligo de Astro. Incluso una ex muchacha alzó la voz con rabia: “Qué asco ese par de grillas”. En la barra se desentendieron del insulto.
-La envidia da artritis –dijo Astro, y levantó un dedito, casto y puro-. Mínimo.
Omaira no se quiso quedar atrás, malencarada, eso sí:
-Sí, que se pudran las podridas.
-¡Quiero ser tu pecado, tu fuego, tu tormento! –suplicó Gus, entre risitas pringadas de saliva, todavía de rodillas, como si el pubis de Astro fuera un icono colonial o una estampa religiosa.
De repente, todos, los cuatro, cayeron en cuenta de que, sin darse cuenta, se habían emborrachado.
***
Maurixio retuvo a Astro por la cintura, con sus manos nudosas y fornidas.
-¿Te parezco que estoy buena? –le preguntó ella a Gus.
Omaira lo miró con curiosidad. Él se incorporó, volvió a tragar saliva y se clavó un aguardiente. Astro cogió las manos de Maurixio y se las deslizó por los costados del descaderado, desde la cintura hasta la cola, palmo a palmo.
-Estás como quieres estar –gagueó Gus.
-Hombre cobarde no prueba mujer bonita –sentenció Maurixio y con torpeza sobó las caderas de Astro.
-¿Qué es eso, por Dios? –se enojó Omaira -. “¿Estás como quieres estar?”. Así no hablan los varones. Jamás de los jamases. Somos nosotras las que hablamos así. Ustedes dicen “¡cómo está de chimba esa malparida!” o “huy, qué tarrado de vieja”.
La cantaleta la dejó exhausta. Astro no le hizo caso.
-Te emborrachaste, Oma. Porque yo sí estoy como quiero estar.
Meneó el culito, como si fuera la zanahoria del garrote y la zanahoria. Y agregó:
-Gracias a mi dieta baja en hidrocarburos.
-Será en carbohidratos –la corrigió Gus, de buen modo-. La dieta, quiero decir.
-¿Qué?
Como pudo, le explicó la diferencia.
-Si fuera baja en hidrocarburos la tuya sería una dieta baja en gasolina, aceite, petróleo, benzina, ACPM, lubricantes…
-Lubricar es una palabra que me excita instantáneamente –dijo Astro.
-¿Lubricantes? –vaciló Omaira, confundida-. No entiendo. A mí me gustan otras cosas…
-¿El ACPM? –dijo Maurixio
-Supongo que tu dieta debe ser baja en arroz, pastas, pandebonos, mecato, buñuelos, en harinas, o sea, en carbohidratos.
-Ay, vos sos un amor de pendejo –dijo Astro y se atragantó, con una risa radiante y cínica que le alegró la cara bonita-. Y sabés tantas pendejadas…
Gus no encontró ninguna frase para justificarse. Arrugó los labios en un puchero de desagravio.
-Ahora sí me perdí –se lamentó Omaira, y sus senos, rebosantes y robustos, se agitaron bajo el suéter de lana, azul petróleo, escote en V, una V profunda y sesgada como una Y por el peso de los bultos de silicona.
-Lo vi en una película italiana –dijo Gus, al rato.
-¿Qué cosa, viejo Dud? –preguntó Maurixio.
-Lo de los hidrocarburos y los carbohidratos.
-¿Hace años? –se burló Astro: no le había gustado que Gus la corrigiera en público.
-No, en DVD. Nos amábamos tanto, así se llamaba, me parece.
-Me explican, por fa… –lloriqueó Omaira.
Astro se ajustó las manos de Maurixio en la cintura, sin malicia, y prendió un cigarrillo, empujado con la colilla del que él acababa de fumar.
-La buena memoria me persigue –se disculpó Gus, aún incómodo por la metida de pata.
-¿Como la eyaculación precoz? –dijo Astro, quisquillosa.
Maurixio y Omaira se taparon la cara con las manos, sonrosadas y achaparradas las de ella, desiguales y atléticas las de él.
-Brutal y sanguinaria –atinó a decir Gus y trató de mirarla a los ojos-. Toda eyaculación precoz es procaz –y se calló en seguida, con un chasquido de muelas, basta de pendejadas, no más jueguitos de palabras esta noche.
-Mejor vamos a bailar –se inspiró Omaira, optimista radical, aunque seguía sin entender ni jota.
Remolcó a Gus hasta una de las pistas. Bailaron separados, manos arriba como en un atraco. Las tetas de Omaira, exuberantes bajo el suéter, se sacudían como señales láser sincronizadas con el bum bum bum de la música. Quiso amacizarla pero ella se negó con la cabeza. Entonces siguieron como estaban, conscientes de la secuencia del deseo, una emoción invisible que los enardecía, más a Omaira que a Gus, empecinado en imaginarse que bailaba con Astro y no con ella.
Cuando volvieron a la barra, los otros se habían ido. El barman les pasó una servilleta de papel. Omaira se la arrimó a los ojos, entre los fucilazos multicolores y el áspero humo que le congestionaba la nariz.
-Nos vamos para un motel –informó, después de leer el mensaje, escrito con la letra firme y erecta de Maurixio-. Mao y Astro están en el carro. Y que Maurixio ya pagó, que después cuadran.
***
Maurixio metió el carro al garaje de la suite 19, sin raspar las paredes ni abollar el guardabarros. Astro se bajó, se apoyó en la pared. A tientas, buscó el suiche de las luces. Prendió todas menos las que hacían falta.
-No quiero acostarme con el viejo Dud –dijo, de pronto, seria perdida.
-¿Por qué no? –se interesó Omaira-. Veterano pero sirve.
-Eh, yo no soy tan cucho, pues –renegó Gus-. Apenas les llevo cuatro o cinco años.
-¿Y le parece poquito? –se burló Astro, con inclemencia-. Viejo verde.
Gus miró a Maurixio, para aclarar las vainas.
-Habíamos quedado en intercambiar tortas. ¿Sí o qué?
Omaira se babeó de la risa.
-¿Tortas? ¿Eso somos nosotras pa’ los hombres? Tortas.
-Tortas y panochas –volvió a burlarse Astro.
-Bizcochitos, pues –se inmiscuyó Maurixio, conciliador, no iban a tirarse la noche por una riña de panaderos, y en seguida miró a Gus-. Eso fue lo que cuadramos, sí, señor, todos contra todos.
-Puede ser –dijo Astro-. Pero yo no me voy a acostar con él.
-¿Por qué no? –preguntó Gus-. ¿Por qué?
–Es que vos sos un sabelotodo ahi.
-Demasiado inteligente –corroboró Omaira, con una sonrisita viscosa.
-Tal cual –cabeceó Astro, apoyó una mano en la pared y, sin querer, prendió la luz del garaje.
¿Y eso qué tiene que ver? –se dolió Gus.
Omaira le acarició la espalda, de arriba abajo, con el profesionalismo de una conejita Playboy.
-Pues todo –dijo Astro con intransigencia, y se balanceó, borracha y media.
Gus miró a Maurixio y después a Astro, y no dijo nada. Omaira lo empujó hacia unas escaleras en caracol.
-Entonces a lo que vinimos, papi –dijo, empinada en las botas de charol, que le apretaban con ferocidad sus lozanos deditos.
Se quitó el suéter de lana y se abalanzó con ternura sobre Gus, los rosados fardos de sus tetas embutidos en un brasier de seda.
Con delicadeza, Gus la arrinconó, pasó a un lado y trepó por las escalas. Al llegar, buscó la puerta del baño. No pudo encontrarla. Vio, en cambio, un inodoro, desnudo y elegante, al pie del pozo del jacuzzi. Sacó el pirulo, a media caña, y se puso a orinar, una meada larga y efervescente, atrancada desde la discoteca. A sus espaldas oyó unos taconazos, el ruido de unas botas al caer al piso de madera, el quejido del colchón de agua y unos maullidos de actriz porno. Siguió meando. La orina era amarilla, sana y olorosa. Chingleteó la taza, sin preocuparse, a la mierda la urbanidad de Casanova. Se abotonó la bragueta del pantalón, cinco o seis botones de concha nácar, mera finura de contrabando. Vació el inodoro y se volteó, algo turbio y escaso de equilibrio. Omaira estaba tumbada boca arriba en la cama, las tetas aún aprisionadas por el sostén y el cinturón del bluyín a medio desabrochar. Con los ojos cerrados y la boca entreabierta, se veía agraciada, casi bonita. El agua del colchón la mecía como a un cetáceo plácido y bendito. No roncaba, eso sí, pero estaba a punto.
Gus rió en silencio, el deseo arruinado y la lujuria estancada en los angostos canales de sus testículos, y bajó al garaje. Astro, con los brazos alrededor del cuello de Maurixio, parecía una diva de MTV, descocada y grotesca.
-Que no me voy a acostar con tu amigo, ya te dije –insistía una y otra vez-. No y no…
Gus se plantó en el primer peldaño de las escaleras en caracol, despechado. Astro lo miró con lástima.
-Lo que pasa es que sos demasiado inteligente para mí. ¿Sí me entendés? Me das miedo.
-¿Pero qué tiene que ver la inteligencia con el sexo? –dijo, y no pudo creer que hubiera dicho semejante estupidez.
Astro hizo una roseta con los labios y se encogió de hombros, sin ninguna suspicacia.
-Yo qué sé… aquí el que todo lo sabe sos vos.
-¿Y Omaira? –preguntó Maurixio.
-Se quedó dormida –dijo Gus y señaló hacia arriba.
-¿Qué? –se rió Astro.
-Otra vez vestidos de amarillo –exclamó Maurixio, con un dicho aprendido de sus abuelas, tal vez, y como vio la perplejidad de los otros, explicó-: O sea, otra vez haciendo el ridículo. ¿Nos vamos o qué?
***
Jimena, la novia de Gus, se había ido a filmar un comercial en un desierto a las afueras de Villa de Leyva y por eso el apartamento estaba vacío. Gus escondió la llave debajo de una matera junto a la puerta. En el tiesto, unos cactus flotaban tumefactos en una inútil charca de agua. Abrió la puerta y prendió las luces, unas linternas empotradas en las paredes y unas falsas lámparas Coleman que pendían del techo, ocioso capricho de decoración retro, que sólo servía para que nadie viera nada.
Maurixio jaló a Astro y Astro jaló a Omaira, con el suéter de lana puesto al revés, la marquilla chiviada a la vista, pésima señal de mal gusto.
-Hagan de cuenta que están en su casa –dijo Gus, sin inseguridad, y fue a la cocina por hielo y vasos.
-A lo que vinimos –repitió Omaira con vigor, la siesta en el motel la había revitalizado-. Qué pena contigo, Astro, pero, por más sabiondo que sea, yo sí me voy a comer a tu geniecito.
El suéter se le enredó en el pelo, teñido de rubio y con rayitos castaños. Trastabilló, la mirada obstruida por la lana, tropezó con un sofá de cuero, el único mueble no metálico de la sala, rojo botafogo. Maurixio prendió el equipo de sonido. Un estampido electrónico irrumpió con furia. Astro se rió a carcajadas, como una tonta, abrazó a Maurixio y lo besó en la boca, mientras él manoteaba los controles para bajar el volumen y no despertar a los vecinos. Gus reapareció con una bandeja, una hielera y cuatro vasitos desechables. Destapó la botella de aguardiente, robada del motel, y rebosó las copas.
-Increíble que no nos hayan cobrado nada –dijo Omaira, tumbada en el sofá.
Separó las piernas y solivió el pubis.
-¿Qué nos iban a cobrar por una meada? –se rió Maurixio-. Ni más faltaba, mijita.
-Yo también quiero hacer la dieta de los hidrocarburos –anunció Omaira, de pronto, optimista radical, estiró la mano y agarró a Gus-. Venga pa’cá, papito.
-¿Dónde hay una pieza? –dijo Astro, pegada a Maurixio.
Con un gesto ambiguo, Gus indicó un corredor a oscuras.
-Por allá pero mejor quédense aquí.
Astro no rechistó. Tiró a Maurixio a la otra punta del sofá y se le sentó en las rodillas. Se besaron. Al rato, ella le echó una ojeada maliciosa a Omaira.
-¿Estás bien, Oma? –preguntó.
-Yo sí –contestó Omaira mientras empezaba a desabotonarle el pantalón a Gus, los seis o siete botones de concha nacarada, un engorro en las tinieblas de la sala.
Las linternas empotradas en las paredes se habían apagado solas, al igual que las falsas lámparas Coleman, tendrían temporizadores, y en la oscuridad sólo titilaban las lucecitas rojas y verdes del equipo. Sonaba un jazz propicio. Omaira le cogió la cara a Gus y le embutió la lengua con ganas.
-Papi… –gorgoteó.
Astro volvió a mirar de reojo, no sin recelo.
-Oma, ¿seguro que estás bien?
Omaira ronroneó satisfecha y se puso a acariciar las nalgas de Gus, por encima de sus boxers, la blanca rajadura del culo se alcanzaba a vislumbrar en la penumbra.
-Entonces no hagás tanta bulla, ¿sí? –gruñó Astro.
Ni Omaira ni Gus le hicieron caso. Él buscó el broche del brasier. Omaira se anticipó y se lo bajó por delante. Sus tetas, no tan grandes como prometían, saltaron sobre la cara de él, como las bolsas de un airbag.
-Astro –suspiró Gus, y ni Omaira se dio cuenta del lapsus.
Le repasó los pezones con la lengua. Ella soltó un gemido.
-Así sí no vamos a poder –se lamentó Astro, sin dejar de espiar a Gus-. ¡Qué escándalo, Oma! Parecés una gata en celo.
En respuesta, nuevos arrullos brotaron de la garganta de Omaira.
-¡Qué horror! –se excusó Astro con Maurixio, se incorporó y empezó a arreglarse los descaderados.
Omaira no la miró. Dio una voltereta y se le acaballó a Gus, las rodillas apretadas contra sus muslos.
-¿Cierto que a vos no te importa que todavía no haya empezado la dieta del ACPM? –le preguntó en un murmullo.
Rieron con júbilo.
-Tranquila, mamita, que tú estás como quieres estar –dijo Gus y le chupó un pezón.
Astro refunfuñó de mala manera y los contempló con cólera. Luego se tambaleó por la sala, hasta dar con el corredor a oscuras, paredes blancas, impolutas, sin ningún rastro de decoración. Al fondo distinguió una puerta. Maurixio la siguió. Astro abrió la puerta, dio un paso y se tapó la boca con las manos. Maurixio se asomó.
-¡Jimena! –balbució aterrado.
Metida bajo un edredón de plumas de ganso la novia de Gus soñaba con los angelitos.
Maurixio cerró la puerta con sigilosa rapidez y retrocedió en puntillas por el pasillo. Astro sí taconeó como lo que se creía, la reina de la noche. Se arrimó al sofá, guiada por los gemidos, se agachó sobre el respaldar, buscó la melena teñida de Omaira y le habló al oído, seca como un pandero:
-Por si no sabías, Omita, la novia de este man ya viene pa’cá.
Gus se demoró en entender. Omaira lo tenía apercuellado y bregaba por follárselo.
-Oye, sabelotodo, que tu novia está dormida en esa pieza y se va a despertar si te seguís comiendo a esta gorda, perdón, a esta zorra.
-¿Cómo? –brincó Gus.
Empujó a Omaira, que rodó sobre el sofá, las excitadas carnes rosadas empapadas de sudor y concupiscencia. Gus caminó hasta la puerta de la pieza, teniéndose los pantalones por la pretina, y asomó la cabeza con cuidado. Lo dicho. Jimena, profunda, soñaba con los angelitos.
Corrió a la sala, quitó el jazz, recogió el suéter de Omaira y se lo tiró a las tetas, expuestas en bandeja sobre el brasier de seda. Astro le echó mano al aguardiente y se tomó un trago a pico de botella.
-Qué nochecita –dijo, no sin desazón.
Maurixio apuró a Omaira, todavía con la respiración anhelante.
-Nos vamos –ordenó con sequedad.
-¿Otra vez? –rezongó Omaira, displicente, y se echó el suéter sobre los hombros-. Ay, y yo que creía que las que poníamos problema éramos las mujeres.
Gus los acompañó a la puerta. Pensó que Omaira, con las puntiagudas botas de charol en la mano, le iba a dar otro beso de lengua. Ella, sin embargo, prefirió colgarse del brazo de Maurixio.
-Adiós, papito –se despidió de Gus, a pesar de todo.
Astro ni lo miró. Maurixio las ensambló en el ascensor. Gus esperó unos instantes y luego cerró la puerta. Se recostó a la pared, debajo de una falsa lámpara Coleman, y suspiró varias veces seguidas, hasta recuperar el aliento. Después, decepcionado y molesto, se fue para la pieza de Jimena. A soñar con angelitos.

* Ni antes ni después forma parte de una colección de cuentos, con el mismo título, en proceso de escritura.

1 comentario:

Anónimo dijo...

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