viernes, 26 de septiembre de 2008

La línea del menor esfuerzo

El Espectador (Bogotá), 26 Sep 2008

Esteban Carlos Mejía

Rabo de paja

La línea del menor esfuerzo

Por: Esteban Carlos Mejía
TENGO UNA AMIGA, ISABEL BARRAGÁN, que es profesora universitaria. Enseña literatura aplicada en una facultad de administración. Anda por nel mezzo del camin di nostra vita, unos 33 añitos, digamos.

Es una mujer de buen ver. Va al gimnasio cuatro veces por semana y le gusta nadar todas las mañanas en la piscina de su edificio, en las lomas de El Poblado. Por iniciativa propia, se encarga de echarle cloro al agua y de vigilar que la motobomba funcione. Hace quince piscinas y después, aún en traje de baño, se pone a preparar clase. No tiene hijos y está recién casada con un ganadero de nueva generación, que se mantiene en la finca, en Palermo, al suroeste antioqueño, y que además no se mete en sus asuntos, Dios lo bendiga.

Vamos a tardear a la cafetería de la universidad. Pide un pastel de queso derretido y dos donas de chocolate. No engorda ni aunque se lo proponga. “Es hora de olvidarnos del concepto aristotélico de la mimesis” —me dice de repente—. “¿La qué?” —respondo con genuino asombro—. Hace un fruncidito sexy con los labios y sigue sin hacerme caso. “Un escritor debe re-crear la realidad, no imitarla macarrónicamente ni fotocopiarla ni escanearla a full píxel. Un buen escritor crea belleza e inventa realidades. Si una obra literaria está bien hecha, el lector será incapaz de captar la diferencia entre ficción y realidad. Confundirá la realidad de la ficción con la realidad, llamémosla, real.”

Con elegancia se limpian las migas que han caído sobre la blusa. “Así, Macondo es y no es Aracataca. Yoknapatawpha es y no es Jefferson County, el pueblito de Faulkner. Comala trasciende la esencia de México. Angosta, de Héctor Abad Faciolince, es y no es Medellín. Hasta Santa María, de Onetti, la más mimética de estas mimesis, re-crea, no imita, al Río de la Plata. Verdades de Perogrullo, que a la mano llama puño”. Sus pupilos, sin embargo, no entienden. “Profe, entonces Sin tetas no hay paraíso y El cartel de los sapos, ¿qué?” No los he leído. Incluso tengo dudas sobre si son novelas o simples pastiches. “¡Virgen santa!” —se consuela, al ver mi displicencia, y le echa el diente a una dona—.

“Y pensar que ya circulan otros tres libros por el mismo estilo” —dice con pesar—. “¿De quién es la culpa?” —pregunto—. “De darle gusto al cluster del menor esfuerzo, un racimo de lectores que sólo sabe leer al pie de la letra. Alfabetos funcionales, de escasa o nula imaginación, domesticados por la televisión, no leen literatura, leen literalidades. Para ellos resulta más fácil imaginarse un personaje llamado Pablo Escobar o Simón Trinidad o Lara Bonilla que al coronel Aureliano Buendía. Visualizan con más rapidez los senos, ay, perdóname, las tetas de silicona de una prepago que la inexplicable hermosura de Remedios, la bella. Gracias a esta carencia de fantasía, echa barriga cierta industria editorial”.

Isabel Barragán se levanta y recoge los textos con los que trata de inspirar las lecturas de sus alumnos: Javier Marías, Cyril Connolly y el aborrecido Harold Bloom. “Definitivamente, el sadomasoquismo literario está más extendido de lo que una se imagina” —concluye no sin resignación—. “Pero fresco, amiguito, la buena literatura siempre gana al final”.

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Rabito de paja: Isabel Barragán es un personaje de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera mimesis del autor.

Rabillo de paja: Chiste callejero por todo Bogotá: “Dizque el hijo más ilustre de Salgar (Antioquia) es tan montañero que no dice Tribunal Internacional de La Haya sino Tribunal Internacional de La Haiga”.

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