El carácter propio y especial de la escritura literaria se caracteriza, por estos diez componentes, al menos:
1. La novela actual -o como quiera llamarse- deberá mostrarse enérgicamente resistente al intento de trasladarla al cine, al telefilme o a la vida el videojuego: la literatura hoy más que nunca debería alzarse como intransferible porque las historias novelescas al aroma del siglo XIX han sido ya usadas con diferentes métodos de explotación y lo fueron, precisamente, porque no existían entonces los guionistas a granel que actualmente redactan para crear productos audiovisuales. El destino de aquellas novelas fue atender precisamente a una demanda general sin capacidad para vivir otras vidas adicionales que no fueran las servidas por la fantasía de los libros.
2. La fantasía, la intriga -y tanto más cuanto más enrevesada resulta- debe considerase un recurso estereotipado e indicio, a la vez, de no aspirar a mucho más que un sudoku. Cualquier obra literaria actual debe insistir más que nunca en la categoría de su escritura. Es decir, en su habilidad para hacerse indispensable como medio de conocimiento y comunicación peculiar, insustituible en la iluminación y la clase de disfrute que procura. El gusto de la lectura se obtendrá no del artificio argumental, el suspense policiaco, los agentes especiales, los cofres por descerrajar o los misterios divinos, sino de la intensa degustación del texto, sin necesidad de conspiraciones ni extrañas travesías. Los intríngulis de esta literatura son más intríngulis que literatura. Vale para lo que vale y ni una distinción más.
3. No habrá de valerse la obra de ninguna estructura prefabricada mediante la cual el lector será conducido entre añagazas del oficio hasta la apoteosis final, tan propia de las antiguas revistas y la vulgaridad en las prestaciones. La narración literaria consciente de sí no aspirará a apoteosis final alguna tal como el destino tampoco existe en el proyecto vital de ahora, mientras la metafísica se disipa.
Lo que sucede día a día tiene hoy la forma del accidente y el carácter de la inmanencia, posee la belleza de lo instantáneo y la inteligencia de la negligencia. Ha terminado el proceso, la idea de la historia y de su trascendencia. Lo que cuenta es la belleza de la inmediatez, el texto convertido en un gozoso bocado de por sí.
4. La fragmentación de las historias, con sus anotaciones e intervalos mentales, tiende a copiar del blog y de la comunicación fragmentada omnipresente. Una novela contemporánea que no haya asumido esta clase de comunicación se ahogará en su jactancia. La ignorancia del blog y de los mensajes cortos, del discurso corto y cambiante, puede llevar, excepcionalmente, a una obra apreciable pero se tratará de esa clase de valor que encuentran las alhajas y los cuadros escondidos en el polvo de los museos. Una obra viva debe tener en su alma la actuación de su presente porque de otro modo contribuirá a hacer de la literatura la estampa de una dedicación embalsamada. ¿La muerte de la literatura? Sin duda diversos novelistas de hoy perviven gracias al culto funerario del género y al amparo de lectores melancólicos que transpiran alcanfor.
5. El desarrollo pues del libro no obedecerá a un hegemónico hilo argumental sino a una red de experiencias que hiladas, entrecruzadas o en racimo planteen un tutti frutti para el multipolar lector de hoy. Las obras con hilo -o cable- que se lanza pero que se enreda, que da a entender esto pero resulta ser lo otro, que juega, en fin, con el lector, denota no poseer otra cosa mejor de la que vivir y comercia con artículos de feria. Obras de escritores que imitan arrobados a aquellos otros que se ganaban la vida gracias a que sus clientes los leían o los escuchaban leer a la luz de las velas y, en general, no habían salido de la provincia.
6. La novela eminentemente nueva no deberá, desde luego, agarrarte por el cuello y llevarte así, del pescuezo, hasta su final, entre meandros y malabares. Contrariamente a estos modos circenses, la buena novela del XXI considerará la multiplicada sensibilidad del receptor mediático y la interacción. Estimará la belleza eficiente de la forma, la seducción estética y no el uso instrumental o perruno del lenguaje. Es decir, la lectura no será una ansiedad que, entre jadeos y vigilias, buscará cuanto antes la revelación de la última página sino que paladeará cada párrafo a la manera de la slow food.
Lo propio de la literatura excelente será, hoy más que nunca, la belleza y perspicacia de la escritura. Para contar una historia hay ahora abundantes medios, desde el telefilme al vídeo, más eficaces, más plásticos y vistosos. La escritura, sin embargo, es insustituible en cuanto agudiza su ser, emplea las palabras exactas y no la palabra como un andén para llevar la obra a otra versión.
Los novelistas que escriben con la ambición de ser llevados al cine delatan su menosprecio por la escritura. O su incompetencia. Mejor harían con emplearse de cuentacuentos o copys.
7. El cine, la televisión, la realidad virtual pueden presentar escenarios y vicisitudes con mayor riqueza exterior pero la peripecia interior es el juego especial de la escritura y su máxima legitimación. Si la novela, el cuento, el ensayo, el libro, en fin, se justifica todavía sólo alcanza su indiscutible mérito en esta dirección. La dirección propicia para explorar en el interior de uno mismo o del otro hasta la extenuación.
8. ¿Ficción? Si la obra literaria, las fórmulas matemáticas, las piezas musicales son siempre y en todo caso autobiográficas, entonces ¿para qué fingir? Si, como se reconoce, la realidad supera siempre a la ficción, entonces ¿para qué fantasear? El autor habla mucho mejor de lo que conoce personalmente y peor de lo que maquina deliberadamente. La ficción, en fin, pertenece a los tiempos anteriores al capitalismo de ficción. Si la literatura aspira a conocer algo más sobre el mundo y sus enfermos su elección es la directa, precisa y temeraria escritura del yo.
La transmisión de lo personal da sentido, carácter y contenido a la comunicación. No hay comunicación sin comunión, no hay comunión sin comunidad, no hay comunidad sin sinceridad, no hay sinceridad sin volcar lo personal.
9. La voz, en consecuencia, será la de la primera persona del singular. Trato directo entre el autor y el lector, entre las aventuras, las pasiones o los dolores que se comparten en la secuencia del texto.
El estilo en tercera persona es hoy el colmo de la falacia, la hipocresía, la cursilería, el amaneramiento o la vana pretensión de saberlo todo por parte del narrador a la manera insufrible de la voz en off en los años cincuenta del cine. No hay verosimilitud en esa voz que ahora se recibe como el cénit de la impostación, el reverso de la verosimilitud y la frescura. El autor/creador, que se endiosa atribuyendo a sus personajes el don de criaturas que adquieren vida propia, se despeña en su misma metáfora de acartonado Frankenstein.
10. Mejor haría en jugar y reírse de sí mismo porque ahora, toda obra de aire severo, sin humor, carece de un lugar soleado en el mundo de la comunicación. Podría decirse, incluso, que ninguna obra sin humor forma parte de la producción intelectual inteligente puesto que ningún genio en la historia de la humanidad prosperó sin la ironía sobre sí mismo. Los novelistas más serios son a la vez los más tediosos y, como corolario, los peores.
Sin ironía no hay contemporaneidad, sin ironía no existe visión de la iridiscencia del mundo y su variable composición.
Frente a estos diez virtuosos componentes se cometen los correspondientes pecados capitales. La novela -o como quiera que se llame- sin insustituible escritura, sólo con tema, se suicida actualmente por falta de destino. Muchos leen y suponen que están leyendo literatura o incluso un libro cuando, en realidad, prestan su atención a enmascarados guiones de cine, borradores de telefilmes o largos bocadillos de cómic. También, claro está, leen como algo contemporáneo a los sucedáneos del siglo XIX, sin cuestionarse su momificación, bien porque amen la palidez del vintage, abracen el olor a polvo, o bien porque no posean sentido del gusto en general.
El lector, como el consumidor, hoy más que nunca, se encuentra en condiciones de elegir entre una oferta muy personalizada, surtida y extensa. De su elección depende dar vida a los novelistas que escriben como estafermos o no.
La novela puede ser de este modo tanto un asunto de guardarropía, un legado apreciable como fruto histórico, o una literatura donde el autor, todavía vivo y despierto, se desafía para conocerse, conocer y comunicar. Todo ello sin la obispal solemnidad de los novelistas a la violeta que siguen autoestimándose como demiurgos y atribuyen a la literatura una supuesta misión de libertad, de salvación universal y de formidables tontadas por el estilo.
El novelista, como el pintor o el diseñador, como el compositor o el arquitecto, son trabajadores que, como todos los demás, tratan genéricamente de mejorar la vida. Nada de diferencias entre el productor y el creador, el trabajador y el artista. Unos y otros con sus condiciones y habilidades tratan de colocar su mercancía y se interesan por el placer que provocan en el receptor. ¿Gozos divinos? ¿Placeres indecibles? Zarandajas: el placer sólo reconoce la verdad o el sucedáneo, la ficción del placer, sólo distingue entre buenos y malos amantes. Brillantes y opacos escritores, como lúcidos y lelos ebanistas, lozanos y mustios cantautores, actrices o masajistas. -
1 comentario:
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