Rabo de Paja
Por: Esteban Carlos Mejía
Medellín, 1939: una ciudad en pañales, con quintas fastuosas y barrios obreros en las lomas, y cielo azul y nubes blancas y brisas refrescantes.
Y mucha gente mezquina: racistas, clasistas, machistas. Como hoy, setenta años después.
En este ambiente mefítico, la familia Rojas Vélez es prestante y rica, dueña de fincas ganaderas, minas, trilladoras de café. Su única hija, Jimena, solterona de 37 años, enfermiza, acongojada por dudas y culpas, trata de adaptarse a esta aldea con ínfulas de urbe, tras pasar varios años en París. Nadie la entiende, nadie la ama. Sólo una muchacha de 25 años, Amanda Arboleda, hermosa, pelirroja, pobre, trabajadora, es capaz de aguantársela. Tal amistad, pura y casta, es la zancadilla que la vida provinciana pone a las dos mujeres.
En un arranque de generosidad, Jimena cede sus cuantiosos bienes a Amanda mediante un testamento que la familia no tarda en impugnar en un torbellino de inquina, codicia y arrogancia. Todo un melodrama, narrado con exquisita finura y habilidad estilística por María Cristina Restrepo en su más reciente novela, Lo que nunca se sabrá (Seix Barral, Biblioteca Breve, 226 páginas).
Y a conciencia digo melodrama. ¿Cuál es el problema? ¿La historia de una boba que se enamora de un aventurero, deja a su marido por este pillo y luego se le tira a un tren no es acaso un melodrama de principio a fin? Sí, y se llama Ana Karenina, del conde León Tolstoi. ¿O qué tal el relato de unas hijas desalmadas que abandonan a su anciano padre en una pensión cochambrosa? Le dicen Papá Goriot, de Honoré de Balzac, melodramático a la enésima potencia. ¿O qué decir de un tipo que mata al papá, se casa con la mamá y luego, para expiar sus faltas, se arranca los ojos? Edipo Rey, ni más ni menos, de Sófocles. Me temo que el melodrama es consustancial a la literatura. Y María Cristina Restrepo lo maneja con inocultable solvencia.
Algunos, carcomidos de lívida envidia, dicen que es imposible que una señora tan burguesa escriba tan bien. ¡Como si la capacidad de invención literaria dependiera de la cuna! Ella ni oculta ni se avergüenza de su origen social. Tal vez, por eso, tiende a identificarse con Edith Wharton, otra señora, de Nueva York y Boston, cuya novela The Age of Innocence ganó el premio Pulitzer en 1920. ¿En qué se parecen? En la buena educación y la elegancia al escribir, virtudes bastante escasas hoy en día.
Antes de Lo que nunca se sabrá, escribió dos novelas históricas, De una vez y para siempre (2000) y Amores sin tregua (2006), y una, digamos, novela de costumbres, La mujer de los sueños rotos (2009), sobre los estragos éticos de la mafia en la sociedad colombiana. Y el año pasado publicó un libro autobiográfico, El miedo, crónica de un cáncer, en Luna Libros, la editorial del poeta Darío Jaramillo Agudelo. No es, pues, una diletante ni una artesana: es una señora escritora. ¡Larga vida a María Cristina y a su obra!
Rabito de paja: Del Catecismo de la doctrina cristiana, (1599), padre Gaspar Astete: “Pregunto: ¿Quién se dice jurar en vano? Respondo: El que jura sin verdad, sin justicia o sin necesidad. Pregunto: ¿Qué remedio hay para no jurar en vano? Respondo: Acostumbrarse a decir sí o no como Cristo nos enseña.” ¿Oyó, Uribe? ¿Oyó?
En este ambiente mefítico, la familia Rojas Vélez es prestante y rica, dueña de fincas ganaderas, minas, trilladoras de café. Su única hija, Jimena, solterona de 37 años, enfermiza, acongojada por dudas y culpas, trata de adaptarse a esta aldea con ínfulas de urbe, tras pasar varios años en París. Nadie la entiende, nadie la ama. Sólo una muchacha de 25 años, Amanda Arboleda, hermosa, pelirroja, pobre, trabajadora, es capaz de aguantársela. Tal amistad, pura y casta, es la zancadilla que la vida provinciana pone a las dos mujeres.
En un arranque de generosidad, Jimena cede sus cuantiosos bienes a Amanda mediante un testamento que la familia no tarda en impugnar en un torbellino de inquina, codicia y arrogancia. Todo un melodrama, narrado con exquisita finura y habilidad estilística por María Cristina Restrepo en su más reciente novela, Lo que nunca se sabrá (Seix Barral, Biblioteca Breve, 226 páginas).
Y a conciencia digo melodrama. ¿Cuál es el problema? ¿La historia de una boba que se enamora de un aventurero, deja a su marido por este pillo y luego se le tira a un tren no es acaso un melodrama de principio a fin? Sí, y se llama Ana Karenina, del conde León Tolstoi. ¿O qué tal el relato de unas hijas desalmadas que abandonan a su anciano padre en una pensión cochambrosa? Le dicen Papá Goriot, de Honoré de Balzac, melodramático a la enésima potencia. ¿O qué decir de un tipo que mata al papá, se casa con la mamá y luego, para expiar sus faltas, se arranca los ojos? Edipo Rey, ni más ni menos, de Sófocles. Me temo que el melodrama es consustancial a la literatura. Y María Cristina Restrepo lo maneja con inocultable solvencia.
Algunos, carcomidos de lívida envidia, dicen que es imposible que una señora tan burguesa escriba tan bien. ¡Como si la capacidad de invención literaria dependiera de la cuna! Ella ni oculta ni se avergüenza de su origen social. Tal vez, por eso, tiende a identificarse con Edith Wharton, otra señora, de Nueva York y Boston, cuya novela The Age of Innocence ganó el premio Pulitzer en 1920. ¿En qué se parecen? En la buena educación y la elegancia al escribir, virtudes bastante escasas hoy en día.
Antes de Lo que nunca se sabrá, escribió dos novelas históricas, De una vez y para siempre (2000) y Amores sin tregua (2006), y una, digamos, novela de costumbres, La mujer de los sueños rotos (2009), sobre los estragos éticos de la mafia en la sociedad colombiana. Y el año pasado publicó un libro autobiográfico, El miedo, crónica de un cáncer, en Luna Libros, la editorial del poeta Darío Jaramillo Agudelo. No es, pues, una diletante ni una artesana: es una señora escritora. ¡Larga vida a María Cristina y a su obra!
Rabito de paja: Del Catecismo de la doctrina cristiana, (1599), padre Gaspar Astete: “Pregunto: ¿Quién se dice jurar en vano? Respondo: El que jura sin verdad, sin justicia o sin necesidad. Pregunto: ¿Qué remedio hay para no jurar en vano? Respondo: Acostumbrarse a decir sí o no como Cristo nos enseña.” ¿Oyó, Uribe? ¿Oyó?
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