Rabo de paja
Heterónimo de heterónimos
Por: Esteban Carlos Mejía
Mi amiga Isabel Barragán, hermosa y plácida, pestañea ante la vitrina de una librería.
Me habla de su poeta preferido, el portugués Fernando Pessoa. “¿Sabías que Pessoa quiere decir ‘persona’?”, dice. “Pessoa fue muchas pessoas a la vez”. “¿Te refieres a sus seudónimos?”, digo. “Heterónimos”, me corrige. “Un heterónimo es un autor ficticio, con obra y estilo propios. Él tuvo setenta, por lo menos. Les inventaba vida y obra. Cerraba los ojos y veía sus rostros y gestos”. “¿Esquizofrénico?”. “Histero-neurasténico”.
Los más famosos fueron Alberto Caeiro, Álvaro de Campos y Ricardo Reis. “El maestro de la pandilla fue Caeiro”, dice Isabel. “Nació en 1889, en Lisboa, y murió en 1915. Vivió casi toda su vida en el campo”. Añade otros datos: era de estatura media, rubio, ojos azules y frágil. “Murió tuberculoso el pobre. Sólo hizo hasta la primaria. Los papás se le murieron muy temprano y él se quedó en casa, viviendo con una tía abuela”. Isabel sonríe: “Imagínate la fábula, un poeta casi analfabeto, rústico, tan puro como Miguel Hernández, tan recio como César Vallejo y tan vigoroso como Walt Whitman”.
Álvaro de Campos nació en Tavira, a la una y media de la tarde del 15 de octubre de 1890. Vivía en Lisboa, inactivo. “Medía un metro con setenta y cinco, dos centímetros más que el mismo Pessoa”, dice Isabel. “Era magro, entre blanco y moreno, encorvado, pelo liso, partido a un lado, monóculo. Estudió ingeniería naval en Glasgow. En unas vacaciones viajó al Oriente, de donde salió Opiario, su obra más importante. Un tío cura le enseñó latín. Otro día te cuento de sus poemas”.
Y Ricardo Reis nació en 1887, en Porto. “Moreno, más bajo, más fuerte y más seco que Caeiro”, dice Isabel. “Era médico y se expatrió a Brasil en 1919, después de la abolición de la monarquía. Sobrevivió a su creador”. “¿Cómo así?”, digo. “Pues sí, Pessoa murió el 30 de noviembre de 1935, y por esa fecha Ricardo Reis aún seguía en Río de Janeiro”.
Isabel señala un libro: El año de la muerte de Ricardo Reis. “Pa’ mi gusto, la mejor novela de Saramago. Compleja, deliciosa, inquietante”, dice. “Ricardo Reis vuelve a Lisboa, con motivo de la muerte de Pessoa, precisamente. Embaraza a una camarera de hotel, Lidia, y se enamora de Marcenda Sampaio, hija de un notario de Coimbra, muchacha dulcísima, con el brazo izquierdo paralizado por culpa de un trastorno psicosomático o por mera abulia”. Isabel se paladea: “Se coquetean, se escriben, se anhelan, sin más compensación que dos o tres trémulos besos”.
“Y en ésas”, dice Isabel, “aparece el, digamos, espectro de Fernando Pessoa, muerto y enterrado unas semanas antes. Sus encuentros con Ricardo Reis son vaporosos y formidables. Hablan de la vida, del destino, de las palabras, del espectáculo del mundo, diálogos exquisitos entre dos seres inexistentes, un heterónimo y un muerto. Al final...”. “Ah, no”, la paro en seco, “no me vas a dañar la ilusión”. Entro a la librería y compro El año de la muerte de Ricardo Reis, quimera de quimeras.
Rabito de paja: “El país debe saber, y lo sabe, que la justicia, en la realidad, tiene irresponsable origen en las directivas políticas más que en el seno de las corporaciones que intervienen en su elección”. Alfonso López Pumarejo, 1942.
Los más famosos fueron Alberto Caeiro, Álvaro de Campos y Ricardo Reis. “El maestro de la pandilla fue Caeiro”, dice Isabel. “Nació en 1889, en Lisboa, y murió en 1915. Vivió casi toda su vida en el campo”. Añade otros datos: era de estatura media, rubio, ojos azules y frágil. “Murió tuberculoso el pobre. Sólo hizo hasta la primaria. Los papás se le murieron muy temprano y él se quedó en casa, viviendo con una tía abuela”. Isabel sonríe: “Imagínate la fábula, un poeta casi analfabeto, rústico, tan puro como Miguel Hernández, tan recio como César Vallejo y tan vigoroso como Walt Whitman”.
Álvaro de Campos nació en Tavira, a la una y media de la tarde del 15 de octubre de 1890. Vivía en Lisboa, inactivo. “Medía un metro con setenta y cinco, dos centímetros más que el mismo Pessoa”, dice Isabel. “Era magro, entre blanco y moreno, encorvado, pelo liso, partido a un lado, monóculo. Estudió ingeniería naval en Glasgow. En unas vacaciones viajó al Oriente, de donde salió Opiario, su obra más importante. Un tío cura le enseñó latín. Otro día te cuento de sus poemas”.
Y Ricardo Reis nació en 1887, en Porto. “Moreno, más bajo, más fuerte y más seco que Caeiro”, dice Isabel. “Era médico y se expatrió a Brasil en 1919, después de la abolición de la monarquía. Sobrevivió a su creador”. “¿Cómo así?”, digo. “Pues sí, Pessoa murió el 30 de noviembre de 1935, y por esa fecha Ricardo Reis aún seguía en Río de Janeiro”.
Isabel señala un libro: El año de la muerte de Ricardo Reis. “Pa’ mi gusto, la mejor novela de Saramago. Compleja, deliciosa, inquietante”, dice. “Ricardo Reis vuelve a Lisboa, con motivo de la muerte de Pessoa, precisamente. Embaraza a una camarera de hotel, Lidia, y se enamora de Marcenda Sampaio, hija de un notario de Coimbra, muchacha dulcísima, con el brazo izquierdo paralizado por culpa de un trastorno psicosomático o por mera abulia”. Isabel se paladea: “Se coquetean, se escriben, se anhelan, sin más compensación que dos o tres trémulos besos”.
“Y en ésas”, dice Isabel, “aparece el, digamos, espectro de Fernando Pessoa, muerto y enterrado unas semanas antes. Sus encuentros con Ricardo Reis son vaporosos y formidables. Hablan de la vida, del destino, de las palabras, del espectáculo del mundo, diálogos exquisitos entre dos seres inexistentes, un heterónimo y un muerto. Al final...”. “Ah, no”, la paro en seco, “no me vas a dañar la ilusión”. Entro a la librería y compro El año de la muerte de Ricardo Reis, quimera de quimeras.
Rabito de paja: “El país debe saber, y lo sabe, que la justicia, en la realidad, tiene irresponsable origen en las directivas políticas más que en el seno de las corporaciones que intervienen en su elección”. Alfonso López Pumarejo, 1942.
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